Cuando se murió Lady Di lloré tanto como cuando se murió Kurt Cobain.
En abril de 1994, cuando el músico se suicidó, sólo habían pasado dos meses desde el concierto de Nirvana en el Pabellón de los Deportes de Madrid. ¡Menudo frío de febrero y qué 3.000 pesetas tan bien invertidas! Acababa de terminar la carrera y estaba con unas prácticas (bien remuneradas) en Radio Nacional. De un despacho oí salir el sonido de los primeros acordes de The Man Who Sold The World y las lágrimas brotaron con la certeza del trágico final del de Seattle. Por su parte, el accidente de la princesa el 31 de agosto de 1997 me pilló de vacaciones en Almería, con un bebé de cinco meses enganchado a las tetas y celebrando mi cumpleaños. La revista Hola es un clásico en casa de mi abuela así que las idas, venidas y dramones de la de Gales se vivían como si se tratase de alguien de la familia. En este caso, el llanto llegó tras oír la noticia y caer en la cuenta de que ese día yo cumplía 28 años y ya no iba a poder morirme como una estrella del rock. Los 27 son la edad maldita de la muerte de Janis Joplin, Jim Morrison y Jimi Hendrix; la de la muerte de Kurt Cobain. Siempre me había parecido una buena fecha para desaparecer, pero ya no era plan: habíamos encargado una paella en el chiringuito de la playa de Mojacar y la peque nos había dejado dormir toda la noche del tirón por primera vez. Teníamos mucho que celebrar.