Archivo de la etiqueta: autoficción

Julio del 82

mapiragua

Me desperté aquel lunes temprano y fui al baño. Me extrañó no poder parar de hacer pis así que llamé a A. Estaba tan dormida que ni me di cuenta de lo que me pasaba. Él enseguida reaccionó y me dijo claramente que acababa de romper aguas.

¡Me aburro! Ya no sé qué más hacer. No tengo sitio para darme la vuelta y me empiezo a agobiar un poco. Estaba cómoda hasta hace unas semanas, eso no lo puedo negar. Pero di un último giro hace unos días que me ha dejado cabeza abajo y medio aprisionada.

Me faltaban aún tres semanas para salir de cuentas pero M. había decidido adelantarse. Con los nervios, A. se puso un segundo par de calzoncillos encima de los que ya se había puesto al salir de la ducha. Yo cogí la bolsa para el hospital y una toalla para sentarme sobre ella en el coche por si acaso.

Seguro que éste no va a ser el peor sitio en el que me encuentre en mi vida pero es que ya son más de ocho meses aquí sola. Bueno… No estoy exactamente sola. Es imposible estar sola, mejor dicho. Así que de eso también tengo ganas: de girarme, moverme, de hacer cosas, de estar sola y de no estarlo.

Llegamos a Oviedo y sobre el mediodía ya me habían visto la matrona, dos enfermeras y un amigo ginecólogo con el que habíamos estado un par de días antes en las fiestas del Carmen.

¡Me aburro! Empieza a hacer calor y he oído que me queda un mes aquí. ¡Está loca si se piensa que voy a esperar! ¡Pero si se lo está pasando bomba! Hoy suenan risas todo el rato, hay música y creo que los movimientos que he sentido son “bailar”.

Me dijeron que hasta la noche nada, que me lo tomase con calma. A las cinco de la tarde ya la tenía en brazos. Los dolores fueron llevaderos y los tuvimos perfectamente controlados y cronometrados, así que sabía en todo momento cuándo me iba a llegar una nueva contracción.

Ha comido tan bien que me siento empachada y ha bebido algo nuevo que me ha hecho cosquillas en el paladar, aunque no tengo muy claro qué parte de mi cuerpo es esa, pero ya lo descubriré. ¡Tengo todo el tiempo de mi mundo por delante!

Al final tuvieron que usar una ventosa para ayudarnos un poco y me pusieron al bebé directamente encima, viscosa, cubierta de sangre y una especie de gelatina babosa… ¡Una cosa preciosa!

No, no y no. No me espero. Le doy dos días. Ni uno más. Si no me saca ella de aquí por su propia voluntad, me pongo en plan y arranco. Tiene hasta el lunes.  

Ejercicio del taller de escritura. Anteriores escritos aquí

Instrucciones para ser una periocida*

periocidio

En primer lugar debes instalarte en la duda constante. Dudar como posición política, profesional y personal. Ten claras cuatro cosas justas: dónde está tu tribu; qué libro de poesía tienes que tener siempre a mano en la mesita de noche; que no debes enviar whatsapps a ex(loquesea) cuando vuelvas a casa pelín perjudicada; y que las tortillas de menos de cinco huevos no merecen el esfuerzo. No necesitas más seguridades en tu vida. El resto es dogmatismo y cualquier buen periocida huirá siempre de todo lo que se dé por sentado.

Lo ideal para convertirse en periocida es haber pasado la infancia y la adolescencia en un pueblo de menos de 4.000 habitantes. No es indispensable pero ayuda y acelera el proceso. Si eres de pueblo, los domingos por la tarde no hay nada más que hacer que ir al cine (hasta que cierren el cine, pero ya estarás viviendo fuera y no te importará hasta que te toque volver a vivir allí). Irás al cine todos los domingos entre los 5 y los 17 años. Pongan lo que pongan. Tu conciencia crítica y tus niveles de tolerancia se incrementarán por encima de la media, significativamente por encima de la de la gente que ha tenido más opciones y que ha podido elegir en unos multicines. Aprenderás los significados de los verbos “aguantar” y “tragar con todo”. Tranquila. Ya escupirás unos años más tarde.

Céntrate en las ciencias durante todo tu recorrido escolar. Odia las matemáticas. La química, la física y la biología te abrirán las puertas a una carrera “con futuro”. Empieza a estudiar medicina. Déjalo a los dos años. No eres tonta pero te gusta demasiado vivir como para perder seis años (con el ritmo que llevas en tu caso serían diez) de tu vida estudiando algo que sabes que no quieres hacer. Tu padre te quitará los derechos sobre Pepe (el cráneo con el que él mismo estudió) pero el trauma se te pasará unos doce años después, cuando veas que de tus compañeros de promoción apenas tres o cuatro tienen trabajo fijo al terminar la residencia y que la mayoría han terminado cubriendo guardias en clínicas privadas, echándose al monte o de dependientes de tienda, exactamente igual que tú. ¡Y no te quejes! Que alrededor todo es paro.

Cuando decidas dejar tu carrera de ciencias con futuro da un giro de verdad y estudia algo de letras… Como periodismo. Múdate a alguna ciudad como… ¿Salamanca? Lee todo lo que caiga en tu mano, vete a todos los cineforums que se organicen, a todas las fiestas universitarias que puedas y escapa de erasmus y tunos. Enamórate una media de dos veces al mes. Cultiva los amores platónicos y los fracasos presenciales. Critica a los programas del corazón y a la gente que los ve “porque sin audiencia no estarían ahí”. Ya llegará el día en el que asumas que tú también eres “gente” y te bajes de la burra. Pero mientras estudias intenta estar subida en la burra más grande que encuentres y ser apestosamente petarda. No lo conseguirás. Se te ve el pueblo a leguas. Harás amigos y amigas que conservarás para el resto de tu vida y con los que podrás volver a tener 20 años, por muchas décadas que pasen. Alguna se quedará por el camino. Le pondrás birras, gominolas y música a su foto las noches de muertos.

Sé becaria durante los veranos, aunque tampoco viene nada mal ser camarera un par de ellos. Empieza a trabajar -a ser posible- antes de terminar la carrera y descubre que no has aprendido nada. Miento. Has aprendido un millón de cosas. Ninguna útil para el desempeño profesional. Ese lo vas a adquirir metiendo la pata, pateando calle, olvidando las pilas de repuesto de la grabadora y observando y leyendo a la gente con la que compartes redacción. Si tu primer trabajo es -por ejemplo- en una agencia, aprenderás a ir al grano rápidamente y a que tus textos tienen que servirle a medios de comunicación de cualquier ideología. A nadie le importa tu opinión salvo en la hora del café. El periodista no existe. No tienes nombre. Firmas con siglas: mtc.

Vivir y trabajar en otro país durante al menos un año también es importante en la formación del periocida. Uruguay es un destino fabuloso. Un lugar del mundo que se autodenomina “el paisito” sólo puede ser beneficioso para alguien que duda, que llora con cualquier final de película con música tramposa, que escribe y que es de pueblo. Vuelve y haz un máster. Nadie te va a contratar sólo con la carrera y dos años de experiencia en una agencia de noticias internacional, uno de ellos como corresponsal en el extranjero. Duda.

Después del máster lo ideal es volver al pueblo y trabajar para la sección local de un periódico regional. Da igual la orientación de dicho medio o el soporte. Lo importante es que no estés en una redacción, que hagas más de 1.000 kms al mes sin salir de tu comarca y que vuelvas a vivir con tus padres en su casa después de diez años fuera. Vuelve para cuatro meses. Quédate dos años y medio.

Cuando termine este periodo estarás lista para declararte periocida. Llama a tu jefe y dile que te vas, que no tragas más, escupe, bájate de la burra y márchate lejos. Prefieres tener un curro de supervivencia en unos veinte duros nórdicos y escribir lo que te dé la gana antes que seguir siendo más tiempo una falsa autónoma que no hace periodismo. Porque por lo que has visto y vivido, los medios de comunicación tradicionales hace mucho que dejaron de ser medios informativos y se convirtieron en medios de propaganda. Con tu suicidio profesional lograrás desconectar de verdad cuando termina tu jornada y empezar a disfrutar por fin de cada una de tus dudas.

*Definición oficial de periocida recogida en el Diccionario Reseteador

Quinto ejercicio del taller de escritura “Escribo, luego soy. Ficción autobiográfica”
Primer ejercicio: “Yo y mis libros”
Segundo ejercicio: “Mantra gestual”
Tercer ejercicio: «Vientos»
Cuarto ejercicio: «La felicidad nunca es completa»

La felicidad nunca es completa

voy

Cuando papá me dijo “la felicidad nunca es completa” supe que era su despedida. Lo entendí tan al fondo y tan adentro de mí misma que no fui consciente de ello hasta que pasaron un par de días sin saber nada de él. Aquella tarde había estado tranquilo, habíamos paseado por el puerto y me había acercado hasta mi casa en su coche. Al bajarme fue cuando me dijo la frasecita, pero no le di la más mínima importancia porque a veces le daban ataques de cripticismo poético de lo más incomprensibles y me había acostumbrado a asentir sonriente y no darle más vueltas.

Hace un par de días que llegó una carta sin remite pero con mi dirección escrita claramente con su letra. Han pasado 15 años de aquel adiós que no lo fue. La carta lleva dos interminables días mirándome desde la mesa de la cocina y creo que ya puedo abrirla. En su interior sólo hay una servilleta de bar de las que ponen “Gracias por su visita”. Está muy arrugada, como de haber pasado media vida en el bolsillo trasero de un pantalón. Miro lo que hay escrito y sólo puedo pensar “qué cabrón” y “qué letra tan bonita ha tenido siempre”. Bolígrafo azul. Una sola frase encabezada por tres puntos suspensivos: “… Hay que salir a buscarla”. Asiento sonriente mientras sobre y servilleta acaban en la papelera.

Cuarto ejercicio del taller de escritura “Escribo, luego soy. Ficción autobiográfica”
Primer ejercicio: “Yo y mis libros
Segundo ejercicio: “Mantra gestual”
Tercer ejercicio: «Vientos»

Vientos

Catedral

Le gustaba su rutina. Solía decir que no había nada mejor que hacer todos los días lo mismo para tener estabilidad y dormir tranquila. No le gustaban los sustos ni los disgustos y las sorpresas la descomponían. Lo que no contaba era que tenía un pastillero metálico escondido en la mesita de noche y que probaba todo tipo de infusiones relajantes para acallarse los runrunes.

Lo que tampoco decía era que -dentro de esa rutina que abrazaba- se permitía ciertas dosis de improvisación a diario. Dejaba que los vientos marcasen el recorrido que iba a seguir de casa al trabajo y viceversa.

El nordeste solía traer cielo azul despejado y sol, nubes blancas altas en ocasiones y el fresquito justo para no pasar calor en verano. Esos días salía con tiempo suficiente de casa para acercarse a la zona vieja antes de empezar la jornada laboral. Pasaba por delante de un par de institutos y atravesaba el parque del centro de la ciudad. Lo llamaban el “Campo” y era el sitio ideal para percibir el cambio de estaciones. Árboles enormes y viejos compartían espacio con un estanque lleno de patos, cisnes y pavos reales. Recuerda que de niña no la dejaban atravesarlo sola porque era zona de encuentro de “maleantes”, que decía su madre. Ahora volvía a ser zona de encuentro, pero de parados o abuelos de ojos perdidos cuidando de nietos estridentes.

Tras cruzar el parque cogía una calle recta que se iba estrechando y a medida que avanzaba iba apareciendo la torre de la catedral. “Vetusta” la llamó un escritor de siglos pasados y así se le quedó de sobrenombre a la ciudad. ¡Qué bien encajaban aún ciertas descripciones y personajes de entonces con lo que se encontraba a su paso! Desde la plaza de la catedral giraba hacia el Ayuntamiento, pasaba por la antigua plaza del mercado y sus soportales de piedra y a veces compraba flores en los puestos que a diario alegraban aquella zona. Al llegar al trabajo la recepcionista siempre le día: “¡Cómo se nota que salió el nordeste hoy!”

Los vientos la empujaba ya sin pensar en una u otra dirección y las calles que cruzaba marcaban también su estado de ánimo.

Por eso, los día que los vientos soplaban del oeste -”gallegu” le dicen a esos aires- y traían cielo gris oscuro y agua, agarraba fuerte el paraguas y apretaba el paso. Enfilaba la ronda atestada de tráfico y dejaba que las aceras anchas y los semáforos la arrastrasen sin pensar mucho. No le gustaban nada aquellos edificios enormes con cuadros de colores en las fachadas que habían construido hacía poco más de una década en la zona de soterramiento del ferrocarril. Echaba de menos ver cómo los trenes entraban y salían en todas direcciones. Uno de sus pasatiempos de juventud favoritos había sido ir a sentarse a los bancos que había frente a la estación del Norte. La falta de dinero para otras distracciones se suplía comiendo pipas e inventando historias con la pandilla sobre el trajín de pasajeros, las maletas, hacia dónde iban o quién los esperaba en el andén. Buenos tiempos.

Desde la estación de tren cogía la calle principal de la ciudad. El eje comercial. Un centro urbano de fachadas decimonónicas remodeladas que por dentro se habían quedado huecas de alma e historias. Despachos de abogados, gestorías, agencias de publicidad, tiendas, tiendas, tiendas… Al final estaba el parque de nuevo, pero en los días de “gallegu” lo cruzaba rápida, sin fijarse en nada ni en nadie.

Le gustaba su rutina. Pero aquel día, al salir del portal, notó que olía a mar. A Cantábrico embravecido. El salitre lo impregnaba todo y las aceras empezaban a acumular arena y conchas.

Soplaba viento del norte por primera vez en años. Tocaba cambiar el rumbo.

Tercer ejercicio del taller de escritura “Escribo, luego soy. Ficción autobiográfica”
Primer ejercicio: «Yo y mis libros»
Segundo ejercicio: «Mantra gestual»

Mantra gestual

Aquel colgante con una cruz celta de piedra blanca tallada tenía el tamaño perfecto de una moneda de 50 pesetas. Los brazos simétricos se entrelazaban y el dibujo del contorno se podía recorrer con los dedos infinitamente, sin terminar ni empezar nunca, algo que me calmaba de una manera extraña, como si fuese un mantra gestual. A los 13 años yo ya sabía que los símbolos celtas eran muy anteriores al cristianismo y que aquella cruz no tenía ninguna simbología católica.

El puesto del mercadillo en el que encontré el colgante estaba lleno de pulseras preciosas con cuentas de colores, pendientes de plata con bolitas negras, tobilleras con cascabeles, carteras de cuero labradas con dibujos de peces o pájaros o pañuelos de telas ligeras que en el verano del norte siempre vienen bien. Yo me quedé enganchada al laberinto del tallado de aquella cruz. Se colgaba al cuello con un cordón sencillo de cuero marrón, que estaba anudado de tal forma que podías ajustarlo más o menos según el momento o la ropa que llevases. ¡Qué bien iba a quedar con el vestido marrón de flores que me habían regalado un mes antes para mi cumpleaños! Así que no me lo pensé. Saqué la cartera, conté las monedas que me quedaban aquella semana -estaba de campamento, nos daban una cantidad semanal y bajábamos al pueblo en días contados- y lo compré.

Lo usé sin descanso durante al menos dos años y tuve que cambiarle la cuerda un par de veces. Como se me olvidaba quitármelo para ducharme, la piedra se fue poniendo oscura también del agua del mar y del propio paso del tiempo. Parecía sucia y –aunque no lo estaba- decidí dejar de ponérmelo. Me había acompañado en el paso del cole al instituto, en las primeras fiestas de prao a las que nos dejaron ir sin compañía de adultos, en las primeras sidras (mal) escanciadas y en los primeros conciertos folk en los que lo cantamos y bailamos todo hasta terminar sudando.

El día de mi primer beso también estaba colgado de mi cuello.

Después pasó una larga temporada en el corcho de mi habitación prendido por la argolla con una chincheta, junto con las fotos de mis hermanas y yo de pequeñas y de aquellos veranos de campamento; el horario de clases; entradas de conciertos, cines y obras de teatro y un par de postales enviadas desde Irlanda y Buenos Aires.

Con las idas y venidas de los años universitarios y de los primeros trabajos perdí aquel colgante de vista un tiempo y volvió a aparecer en una de las enésimas limpiezas que hago periódicamente en la habitación que tengo en la casa de mis padres. Estaba en un cajón de la mesita de noche junto a una bolsa de canicas, las llaves de los diarios que rellenaba de niña (los diarios siguen sin aparecer), un juguete de cuerda con forma de tigre de hojalata y una caja de herramientas con mi colección de monedas.

La argolla estaba en buen estado y la piedra ya no parecía sucia sino vieja, lo que realmente era. Después de casi diez años fuera del pueblo yo acababa de volver a casa para quedarme y trabajar y necesitaba un llavero. Me pareció que darle una segunda vida a aquel colgante de piedra era perfecto. Además, me acostumbré a acariciar la piedra pulida cuando llevaba las llaves en los bolsillos y me calmaba igual que cuando lo llevaba al cuello y recorría los brazos simétricos que se entrelazaban y se podían recorrer con los dedos infinitamente.

El mantra gestual sigue funcionando. Porque aunque de nuevo no vivo allí, esas llaves siguen en ese llavero y cuando lo cojo significa que toca volver a casa.

llavero

Segundo ejercicio del taller de escritura “Escribo, luego soy. Ficción autobiográfica”

Primer ejercicio: «Yo y mis libros«