
«Tienes algo telúrico», me dijo una vez alguien a quien llevé a conocer el Cabo Peñas. Debía de llevar un rato largo hablándole de bufones, bosques encantaos, las propiedades de la caliza, cuevas, picos o playas verdes que no se pueden geolocalizar. O contando aquello de que Asturies al norte hace frontera con Inglaterra «mar mediante», según mapas antiguos. O hablando de gastronomía, música y sidra. «¿Quién te va a mover a ti de aquí? ¡Si se te ilumina la cara con cada cosa que cuentas!», añadió. Mi respuesta -en enero- fue un contundente: «Esto no me dura». Y a la trayectoria nómada me remito.
Según la RAE, el telurismo es la «influencia del suelo de una comarca sobre sus habitantes».
Algo debe de haber en todo eso porque me da el mono del salitre bastante a menudo. Y no vale cualquiera. El Malditerráneo no cuenta como mar. Lo intenté intensamente en Barcelona. Pero imposible. No hay nada como cinco minutos sentada en los acantilaos de Poo viendo los castros. Por muy preocupada-triste-rallada que esté, no hay nada que el Cantábrico no se lleve.
Vivo a 90 kilómetros de casa… Y ayer tuve mono porque llevo un mes sin pasar por allí.
Me fui a vivir a 10.000 kilómetros convencida de que no me iban a ver el pelo en un año entero y en cuanto llegó el invierno al Sur del Sur tuve que preparar viaje al norte de mí para pasar quince días en casa y recargar pilas en serio.
Tengo mucho también de empatoatmosférica, que va completamente unido a lo telúrico. En Salamanca, Valladolid, Madrid o Barcelona me alegraba cuando tras semanas de sol y cielo azul caían cuatro gotas y se nublaba el panorama para el resto de la gente. Lo explicó muy bien hace unos días Llambiotaes en su twitter: «Dende neños se deprende a desintegrar sentimientos ente la borrina nesti llugar del mundu».
Así que mi humor, mi personalidad, mis recuerdos, mis sueños y mis anhelos se pintan de todas las gamas del azul, del verde y del gris. El pelo me huele a salitre y a hierba mojada. Soy dura pero porosa si se me encuentra la grieta, igual que la caliza.
Siempre he dicho que nunca estoy donde quiero estar, pero hace relativamente poco tiempo descubrí que lo que pasa es que no acabo de ser quién quiero ser. Y en esas ando. Escribir más a menudo está ayudando… y mucho. Creo que permanecer aquí también. Casi un año después del último regreso parece que empiezo a reconciliarme con donde me toca estar.
Parece que ya no me come la impaciencia.
Y mañana me escapo a ver el mar, fijo.