Aquel colgante con una cruz celta de piedra blanca tallada tenía el tamaño perfecto de una moneda de 50 pesetas. Los brazos simétricos se entrelazaban y el dibujo del contorno se podía recorrer con los dedos infinitamente, sin terminar ni empezar nunca, algo que me calmaba de una manera extraña, como si fuese un mantra gestual. A los 13 años yo ya sabía que los símbolos celtas eran muy anteriores al cristianismo y que aquella cruz no tenía ninguna simbología católica.
El puesto del mercadillo en el que encontré el colgante estaba lleno de pulseras preciosas con cuentas de colores, pendientes de plata con bolitas negras, tobilleras con cascabeles, carteras de cuero labradas con dibujos de peces o pájaros o pañuelos de telas ligeras que en el verano del norte siempre vienen bien. Yo me quedé enganchada al laberinto del tallado de aquella cruz. Se colgaba al cuello con un cordón sencillo de cuero marrón, que estaba anudado de tal forma que podías ajustarlo más o menos según el momento o la ropa que llevases. ¡Qué bien iba a quedar con el vestido marrón de flores que me habían regalado un mes antes para mi cumpleaños! Así que no me lo pensé. Saqué la cartera, conté las monedas que me quedaban aquella semana -estaba de campamento, nos daban una cantidad semanal y bajábamos al pueblo en días contados- y lo compré.
Lo usé sin descanso durante al menos dos años y tuve que cambiarle la cuerda un par de veces. Como se me olvidaba quitármelo para ducharme, la piedra se fue poniendo oscura también del agua del mar y del propio paso del tiempo. Parecía sucia y –aunque no lo estaba- decidí dejar de ponérmelo. Me había acompañado en el paso del cole al instituto, en las primeras fiestas de prao a las que nos dejaron ir sin compañía de adultos, en las primeras sidras (mal) escanciadas y en los primeros conciertos folk en los que lo cantamos y bailamos todo hasta terminar sudando.
El día de mi primer beso también estaba colgado de mi cuello.
Después pasó una larga temporada en el corcho de mi habitación prendido por la argolla con una chincheta, junto con las fotos de mis hermanas y yo de pequeñas y de aquellos veranos de campamento; el horario de clases; entradas de conciertos, cines y obras de teatro y un par de postales enviadas desde Irlanda y Buenos Aires.
Con las idas y venidas de los años universitarios y de los primeros trabajos perdí aquel colgante de vista un tiempo y volvió a aparecer en una de las enésimas limpiezas que hago periódicamente en la habitación que tengo en la casa de mis padres. Estaba en un cajón de la mesita de noche junto a una bolsa de canicas, las llaves de los diarios que rellenaba de niña (los diarios siguen sin aparecer), un juguete de cuerda con forma de tigre de hojalata y una caja de herramientas con mi colección de monedas.
La argolla estaba en buen estado y la piedra ya no parecía sucia sino vieja, lo que realmente era. Después de casi diez años fuera del pueblo yo acababa de volver a casa para quedarme y trabajar y necesitaba un llavero. Me pareció que darle una segunda vida a aquel colgante de piedra era perfecto. Además, me acostumbré a acariciar la piedra pulida cuando llevaba las llaves en los bolsillos y me calmaba igual que cuando lo llevaba al cuello y recorría los brazos simétricos que se entrelazaban y se podían recorrer con los dedos infinitamente.
El mantra gestual sigue funcionando. Porque aunque de nuevo no vivo allí, esas llaves siguen en ese llavero y cuando lo cojo significa que toca volver a casa.

Segundo ejercicio del taller de escritura “Escribo, luego soy. Ficción autobiográfica”
Primer ejercicio: «Yo y mis libros«