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Microficciones 2: Espacio

de viajeSiempre me hago la dormida cuando viajo en transporte público. Me pongo los cascos con la música bien alta, me ovillo en mi asiento y me aislo del mundo. No me gusta que me miren o que alguien desconocido  intente entablar una conversación. Prefiero no existir en los trayectos. Son un mero trámite entre el salir y el llegar, que es lo que realmente me importa.

Odio estar sola rodeada de gente que no conozco y la ansiedad que eso me genera sólo la controlo desapareciendo. Dormir o fingir el sueño son las mejores formas de volverse invisible durante un viaje.

El problema es que a veces -sobre todo si el recorrido es largo- me duermo de verdad y el otro día me desperté plácidamente recostada en el hombro de la señora con la que compartía asiento. ¡Qué maravilla de siesta! Tras semanas de insomnio era el primer rato en el que lograba descansar de verdad. Olía fenomenal y llevaba una chaqueta que me recordaba a alguno de mis peluches de infancia.

Ella también dormía tranquila así que no me dio mucha vergüenza, sobre todo cuando entreabrió un ojo y me dí cuenta de que también fingía el sueño. Así que la dejé reacomodarse en mi hombro, aunque yo ya no volvía a dormirme ni de verdad ni de mentirijillas. Apagué la música y fui sonriendo todo el resto del trayecto. Comprendí que en viaje en sí también importa.

Ejercicio del taller de escritura. Anteriores escritos aquí

Microficciones 1: Cuerpo

piernas en madrid

Hace meses que tapé todos los espejos de la casa con telas de diferentes colores que había ido acumuando de mis viajes. Hay quiénes se traen imanes, pero yo colecciono trozos de mantas, alfombras, sedas, etc.

No sucedió ningún hecho concreto que me hiciese tomar la decisión de taparlos, sino que fue más bien un cúmulo de sensaciones y sentimientos que me ahogaban desde hacía mucho. Miraba cada mañana mi reflejo en el del baño y no me veía a mí. Sólo había arrugas, grasa, granos, pelos, manchas, canas… Frente al del ascensor me retocaba el maquillaje y el flequillo, y en cada escaparate me recolocaba la ropa. Debía ser perfecta pero nunca lo estaba completamente.

Entonces, una mañana decidí tapar todos los espejos de mi casa. Empecé a bajar la vista en el ascensor y a ignorar los escaparates. Poco a poco fui descubriéndome de otra forma, conociéndome. Siempre había pasado completamente inadvertida entre conocidos y ajenos a pesar de lo perfecta que era, o tal vez por eso me ignoraban o no lograba trabar verdaderas amistades. En cuanto dejé de mirarme todo el tiempo a mí misma, la gente a mi alrededor comenzó a verme y a querer estar conmigo. Como si reapareciese después de haber estado años encerrada a solas con mi reflejo en el doble fondo de todos los espejos.

Hoy al salir de la ducha una turbonada de aire frío ha abierto la ventana del baño y la corriente se llevó la tela correspondiente (un tapiz gambiano de colores amarillos, naranjas y negros). El espejo quedó al desnudo. Como yo. Y me vi allí, por fin real. Por primera vez. Im-perfecta.

Ejercicio del taller de escritura. Anteriores escritos aquí

La felicidad nunca es completa

voy

Cuando papá me dijo “la felicidad nunca es completa” supe que era su despedida. Lo entendí tan al fondo y tan adentro de mí misma que no fui consciente de ello hasta que pasaron un par de días sin saber nada de él. Aquella tarde había estado tranquilo, habíamos paseado por el puerto y me había acercado hasta mi casa en su coche. Al bajarme fue cuando me dijo la frasecita, pero no le di la más mínima importancia porque a veces le daban ataques de cripticismo poético de lo más incomprensibles y me había acostumbrado a asentir sonriente y no darle más vueltas.

Hace un par de días que llegó una carta sin remite pero con mi dirección escrita claramente con su letra. Han pasado 15 años de aquel adiós que no lo fue. La carta lleva dos interminables días mirándome desde la mesa de la cocina y creo que ya puedo abrirla. En su interior sólo hay una servilleta de bar de las que ponen “Gracias por su visita”. Está muy arrugada, como de haber pasado media vida en el bolsillo trasero de un pantalón. Miro lo que hay escrito y sólo puedo pensar “qué cabrón” y “qué letra tan bonita ha tenido siempre”. Bolígrafo azul. Una sola frase encabezada por tres puntos suspensivos: “… Hay que salir a buscarla”. Asiento sonriente mientras sobre y servilleta acaban en la papelera.

Cuarto ejercicio del taller de escritura “Escribo, luego soy. Ficción autobiográfica”
Primer ejercicio: “Yo y mis libros
Segundo ejercicio: “Mantra gestual”
Tercer ejercicio: «Vientos»

Vientos

Catedral

Le gustaba su rutina. Solía decir que no había nada mejor que hacer todos los días lo mismo para tener estabilidad y dormir tranquila. No le gustaban los sustos ni los disgustos y las sorpresas la descomponían. Lo que no contaba era que tenía un pastillero metálico escondido en la mesita de noche y que probaba todo tipo de infusiones relajantes para acallarse los runrunes.

Lo que tampoco decía era que -dentro de esa rutina que abrazaba- se permitía ciertas dosis de improvisación a diario. Dejaba que los vientos marcasen el recorrido que iba a seguir de casa al trabajo y viceversa.

El nordeste solía traer cielo azul despejado y sol, nubes blancas altas en ocasiones y el fresquito justo para no pasar calor en verano. Esos días salía con tiempo suficiente de casa para acercarse a la zona vieja antes de empezar la jornada laboral. Pasaba por delante de un par de institutos y atravesaba el parque del centro de la ciudad. Lo llamaban el “Campo” y era el sitio ideal para percibir el cambio de estaciones. Árboles enormes y viejos compartían espacio con un estanque lleno de patos, cisnes y pavos reales. Recuerda que de niña no la dejaban atravesarlo sola porque era zona de encuentro de “maleantes”, que decía su madre. Ahora volvía a ser zona de encuentro, pero de parados o abuelos de ojos perdidos cuidando de nietos estridentes.

Tras cruzar el parque cogía una calle recta que se iba estrechando y a medida que avanzaba iba apareciendo la torre de la catedral. “Vetusta” la llamó un escritor de siglos pasados y así se le quedó de sobrenombre a la ciudad. ¡Qué bien encajaban aún ciertas descripciones y personajes de entonces con lo que se encontraba a su paso! Desde la plaza de la catedral giraba hacia el Ayuntamiento, pasaba por la antigua plaza del mercado y sus soportales de piedra y a veces compraba flores en los puestos que a diario alegraban aquella zona. Al llegar al trabajo la recepcionista siempre le día: “¡Cómo se nota que salió el nordeste hoy!”

Los vientos la empujaba ya sin pensar en una u otra dirección y las calles que cruzaba marcaban también su estado de ánimo.

Por eso, los día que los vientos soplaban del oeste -”gallegu” le dicen a esos aires- y traían cielo gris oscuro y agua, agarraba fuerte el paraguas y apretaba el paso. Enfilaba la ronda atestada de tráfico y dejaba que las aceras anchas y los semáforos la arrastrasen sin pensar mucho. No le gustaban nada aquellos edificios enormes con cuadros de colores en las fachadas que habían construido hacía poco más de una década en la zona de soterramiento del ferrocarril. Echaba de menos ver cómo los trenes entraban y salían en todas direcciones. Uno de sus pasatiempos de juventud favoritos había sido ir a sentarse a los bancos que había frente a la estación del Norte. La falta de dinero para otras distracciones se suplía comiendo pipas e inventando historias con la pandilla sobre el trajín de pasajeros, las maletas, hacia dónde iban o quién los esperaba en el andén. Buenos tiempos.

Desde la estación de tren cogía la calle principal de la ciudad. El eje comercial. Un centro urbano de fachadas decimonónicas remodeladas que por dentro se habían quedado huecas de alma e historias. Despachos de abogados, gestorías, agencias de publicidad, tiendas, tiendas, tiendas… Al final estaba el parque de nuevo, pero en los días de “gallegu” lo cruzaba rápida, sin fijarse en nada ni en nadie.

Le gustaba su rutina. Pero aquel día, al salir del portal, notó que olía a mar. A Cantábrico embravecido. El salitre lo impregnaba todo y las aceras empezaban a acumular arena y conchas.

Soplaba viento del norte por primera vez en años. Tocaba cambiar el rumbo.

Tercer ejercicio del taller de escritura “Escribo, luego soy. Ficción autobiográfica”
Primer ejercicio: «Yo y mis libros»
Segundo ejercicio: «Mantra gestual»

Mantra gestual

Aquel colgante con una cruz celta de piedra blanca tallada tenía el tamaño perfecto de una moneda de 50 pesetas. Los brazos simétricos se entrelazaban y el dibujo del contorno se podía recorrer con los dedos infinitamente, sin terminar ni empezar nunca, algo que me calmaba de una manera extraña, como si fuese un mantra gestual. A los 13 años yo ya sabía que los símbolos celtas eran muy anteriores al cristianismo y que aquella cruz no tenía ninguna simbología católica.

El puesto del mercadillo en el que encontré el colgante estaba lleno de pulseras preciosas con cuentas de colores, pendientes de plata con bolitas negras, tobilleras con cascabeles, carteras de cuero labradas con dibujos de peces o pájaros o pañuelos de telas ligeras que en el verano del norte siempre vienen bien. Yo me quedé enganchada al laberinto del tallado de aquella cruz. Se colgaba al cuello con un cordón sencillo de cuero marrón, que estaba anudado de tal forma que podías ajustarlo más o menos según el momento o la ropa que llevases. ¡Qué bien iba a quedar con el vestido marrón de flores que me habían regalado un mes antes para mi cumpleaños! Así que no me lo pensé. Saqué la cartera, conté las monedas que me quedaban aquella semana -estaba de campamento, nos daban una cantidad semanal y bajábamos al pueblo en días contados- y lo compré.

Lo usé sin descanso durante al menos dos años y tuve que cambiarle la cuerda un par de veces. Como se me olvidaba quitármelo para ducharme, la piedra se fue poniendo oscura también del agua del mar y del propio paso del tiempo. Parecía sucia y –aunque no lo estaba- decidí dejar de ponérmelo. Me había acompañado en el paso del cole al instituto, en las primeras fiestas de prao a las que nos dejaron ir sin compañía de adultos, en las primeras sidras (mal) escanciadas y en los primeros conciertos folk en los que lo cantamos y bailamos todo hasta terminar sudando.

El día de mi primer beso también estaba colgado de mi cuello.

Después pasó una larga temporada en el corcho de mi habitación prendido por la argolla con una chincheta, junto con las fotos de mis hermanas y yo de pequeñas y de aquellos veranos de campamento; el horario de clases; entradas de conciertos, cines y obras de teatro y un par de postales enviadas desde Irlanda y Buenos Aires.

Con las idas y venidas de los años universitarios y de los primeros trabajos perdí aquel colgante de vista un tiempo y volvió a aparecer en una de las enésimas limpiezas que hago periódicamente en la habitación que tengo en la casa de mis padres. Estaba en un cajón de la mesita de noche junto a una bolsa de canicas, las llaves de los diarios que rellenaba de niña (los diarios siguen sin aparecer), un juguete de cuerda con forma de tigre de hojalata y una caja de herramientas con mi colección de monedas.

La argolla estaba en buen estado y la piedra ya no parecía sucia sino vieja, lo que realmente era. Después de casi diez años fuera del pueblo yo acababa de volver a casa para quedarme y trabajar y necesitaba un llavero. Me pareció que darle una segunda vida a aquel colgante de piedra era perfecto. Además, me acostumbré a acariciar la piedra pulida cuando llevaba las llaves en los bolsillos y me calmaba igual que cuando lo llevaba al cuello y recorría los brazos simétricos que se entrelazaban y se podían recorrer con los dedos infinitamente.

El mantra gestual sigue funcionando. Porque aunque de nuevo no vivo allí, esas llaves siguen en ese llavero y cuando lo cojo significa que toca volver a casa.

llavero

Segundo ejercicio del taller de escritura “Escribo, luego soy. Ficción autobiográfica”

Primer ejercicio: «Yo y mis libros«