-¿Qué toca a cuarta?
-Filosofía.
-¡Noooo! Paso… Hoy piro. ¿Te vienes al Cani?
-No que la lógica me encanta.
-Pero si es un rollazo. Vente que así pillamos mesa para el recreo.
-No, hoy no. Mañana si quieres piramos mates.
-¿Con María Jośe? Ni muerta que me tiene manía y no puedo faltar más.
-Pues yo Filosofía no me la salto.
-Ya sé yo por qué…
-¿Por?
-Porque es la única clase de la semana que coincides con ese.
-¡Anda ya!
-Si es que estás idiota… Le ves venir por el pasillo y te quedas muda.
-¡Qué dirás! Ni me va ni viene.
-Ya claro… Y por eso es la única clase que te sientas atrás. ¡Si te conoceré yo!
-No me gusta.
-Sí te gusta.
-¡No! Me gusta la lógica. ¿Y por qué quieres pirar tú justamente hoy a esta hora? ¡A quién querrás ver!
-Si lo quieras llamar lógica vale… Tú verás. Yo me voy al Cani. Y sí, quiero verle pero al menos yo lo reconozco.
-Vale. No vamos a discutir por esto. Te veo en el recreo.
-Sí. Luego me pasas los apuntes y me dices qué deberes pone.
Creo que aunque hayan pasado casi veinte años los diálogos de pasillo del instituto se seguirán pareciendo. Y posiblemente los que yo tenía sean similares a los que se daban treinta años antes. El Instituto de Llanes celebra su 50º aniversario y yo sólo recuerdo frivolidades. Aunque no creo que lo sean. En esa época lo más importante que te pasaba sucedía entre aquellas paredes. No teníamos ordenador, ni móviles. La conexión a Internet llegó a mi casa cuando cursaba segundo de Bachillerato (COU para los de antes de la LOGSE). El mundo sólo podía ocurrir allí dentro.
Pero el de ahora no es mi instituto.
Así que no sé qué hago escribiendo para el 50º aniversario de un lugar que no existe y que sólo queda en la memoria. Sólo me salen topicazos melancólicos de aquellos años de adolescencia acomplejada. Ni soy aquella, ni el lugar lo es ya, ni la gente que me acompañaba es la que era. Lo fácil a la hora de escribir esto sería haberme centrado en hacer una lista de nombres de profesores, anécdotas (que hay para aburrir), agradecer todo lo que me enseñaron (para encargarme después de desaprenderlo todo) y desglosar recuerdos. Lo hice. Dos folios. Papelera.
No existe mi instituto de los años 90, ni el Llanes de entonces, ni la María de esa época. Queda un paisaje desdibujado por el tiempo y nombres que tienen que aparecer sí o sí: Marina, los siete de Colombres y Núñez. Quedan ladrillos naranjas que ya no están. Clases, horas, recreos, baños, puertas pintarrajeadas, pasillos estrechos, miradas, nervios, exámenes, apuntes, puentes, huelgas, excursiones, laboratorios que casi explotan, mochilas, polideportivo, quémepongohoy, lotería para el viaje de estudios, fiestas en Studio3 o en la Catarata, lecturas en Lengua y Literatura, concursos de cuentos, París, defender las Ciencias, querer ser bioquímica o bióloga marina, selectividad, pinchos, el primer curro, los primeros ligues y mucha neblina de esa que trae el paso del tiempo.
“Yo si pudiese volvía al instituto mañana”, escucho a veces. Suelo sonreír y apuntillar que en esa frase a todo el mundo se le olvida añadir un “sabiendo lo que sé ahora”. ¿Quién en su sano juicio regresaría a aquella época siendo como era? Porque entre los 13 y los 17 somos exponencialmente bobos. No se ofendan quiénes tengan esa edad y me lean. Es imbecilidad pasajera. Mi admiración por los profesores de entonces -y los de ahora- radica en el tener que lidiar diariamente con semejante tropa de proyectos de persona. Yo no podría dedicarme a enseñar.
Hace más de diez años que terminé el instituto y creo que hay algo que sí se mantiene y que ya existía desde que se abrió.
El I.E.S de Llanes (antes Instituto Alfonso IX) era -y sigue siendo- una Babel caótica, un hervidero que logró hacerme poner en el mapa la geografía rural que me rodeaba. Éramos más de mil cabestros en plena revolución hormonal. Estábamos “los de las monjas” y “los de las escuelas” que pensábamos que el mundo empezaba donde estaba el camping de El Brao y terminaba en Las Malvinas. Paseo de San Pedro por el norte y carretera de Pancar por el sur. Punto. Esos eran nuestros límites. Como mucho escapábamos caminando al oeste hacia la playa de Poo en verano o por los praos de Toró en dirección este, a Cue.
Pero entonces cumplimos 14 años y entramos al “insti”. ¡Qué mayores!
Y de pronto el mundo creció.
Caldueñu, Vibañu, Celoriu, Balmori, Nueva, Llames, El Mazucu, Colombres, Unquera, Naves, Torrevega, Ribadesella, Parres, Porrúa, San Roque, Andrín, Panes, Bores, Posada, Tresgrandas, Llamigu, Meré, Villahormes, San Roque, Lledías, Pendueles, Vidiago, Riucaliente, Cardosu, La Borbolla… ¡El mundo iba más allá de las fronteras de la villa! Pasaban cosas tremendamente interesantes en todas partes. Había mucha más gente con cosas que contar y enseñar y compartir y vivían en pueblos de los que yo apenas había oído el nombre.
Veo los años de instituto como el primer ensayo de apertura mental (de lo local a lo global sólo hay un paso). Fue el primer despertar verdadero de la curiosidad porque me ayudó a descubrir que los horizontes se suceden uno detrás de otro, que pueden ser infinitos y que no son sólo geográficos. Los límites sólo te los pones tú misma.
La mezcolanza que había allí dentro es algo que he descubierto y aprendido a valorar con el tiempo y que sólo logré reconocer después de nueve años fuera, cuando me tocó volver. Porque -la verdad- debo reconocer que los cuatro años que pasé en el instituto yo sólo quería irme. Y lo hice. Pero siempre se vuelve. Aunque sea para volver a marcharse.
Aunque sea en forma de letras y frases. Éstas se quedan.
Barcelona, Abril 2013
Incluido en la publicación conmemorativa del 50º Aniversario del Instituto de Llanes
Ilustración de Helena Toraño