Al descubierto

Cada vez que intento ordenarme los recuerdos -o el armario- ocurren sucesos sorprendentes que podréis creeros o no, pero que pasan y me convencen de nuevo de las bondades de determinadas dosis de caos en mis recuerdos y -por supuesto- en los armarios.

El pasado domingo, por ejemplo, mientras terminaba de revisar unas fotografías que aparecieron en un cajón, se pusieron en danza -sin haberlas convocado- cientos de imágenes de infancia que probablemente nunca sucedieron. Pero ahí estaban, relucientes.

Así, organizadamente, fueron desfilando sobre el tapete cada una de las  imaginarias vidas  que afrontaba en los trayectos de casa al cole y viceversa. Todos mis entretenimientos infantiles se conjuraron a la vez para saludar y hacer un paseíllo grácil, con piruetas, redoble de tambores y encaje de bolillos.

No sé si será que me hago mayor, pero la luz de la última hora de la tarde de los domingos hace tiempo que no me genera la angustia existencial tremenda (rozando la languidez romántica decimonónica) que desencadenaba hace unos meses.

Tras la orgía imaginaria de recuerdos revueltos, sobre el suelo se quedó una baraja desordenada. Boca arriba.

Claramente, debemos seguir jugando y ahora tenemos las cartas al descubierto.

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