La conocí hace tres años en Montevideo.
Febrero y verano en el Cono Sur.
Resaca de carnaval y candombe.
Más que conocerla la vi.
La saludé discretamente y me senté a escucharla junto a otros periodistas, un ramillete de microfónos, grabadoras y el embajador argentino como apoyo por ser el país de sus abuelos y de sus padres biológicos.
Macarena tenía los ojos más tristes que he visto nunca. Hablaba con determinación y fuerza, segurísima de lo que contaba y de cada una de sus palabras.
A pesar de la cercanía generacional -sólo me saca seis años- la distancia histórica y vital no podía ser mayor. Yo tenía en mente cuatro días tirada al sol del Cabo Polonio y ella pedía la investigación de «cementerios clandestinos» y que se interrogase a más militares.
Macarena nació en una dictadura y creció con unos padres que la querían mucho pero que no lo eran. A su padre de verdad lo mataron en la otra orilla del Río de la Plata por ser joven, pensar por sí mismo y no morderse la lengua. A su madre, embarazada, la trasladaron a Uruguay y tras nacer la niña se perdió la pista de ella.
Desaparecida.
Una más. Una de miles.
Meses después, en el invierno de julio la volví a ver en un homenaje a Eduardo Galeano, gran amigo de su abuelo Juan Gelman. Se mostraba tranquila, relajada, bien arropada. Pero esos ojazos tristes seguían ahí, buscando siempre. Y en mi cabeza sólo entraban las vacaciones y agosto en España.
Ahora está a la espera de que su país acate una orden de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Uruguay debe admitir públicamente su responsabilidad internacional en la desaparición de su madre. Nada más y nada menos.
Espero que al menos en la melancolía que la acompaña hoy se dibuje una sonrisa. Porque seguro que mantiene esa tristeza y hoy, en mi cabeza, está ella. Macarena.