Siempre me hago la dormida cuando viajo en transporte público. Me pongo los cascos con la música bien alta, me ovillo en mi asiento y me aislo del mundo. No me gusta que me miren o que alguien desconocido intente entablar una conversación. Prefiero no existir en los trayectos. Son un mero trámite entre el salir y el llegar, que es lo que realmente me importa.
Odio estar sola rodeada de gente que no conozco y la ansiedad que eso me genera sólo la controlo desapareciendo. Dormir o fingir el sueño son las mejores formas de volverse invisible durante un viaje.
El problema es que a veces -sobre todo si el recorrido es largo- me duermo de verdad y el otro día me desperté plácidamente recostada en el hombro de la señora con la que compartía asiento. ¡Qué maravilla de siesta! Tras semanas de insomnio era el primer rato en el que lograba descansar de verdad. Olía fenomenal y llevaba una chaqueta que me recordaba a alguno de mis peluches de infancia.
Ella también dormía tranquila así que no me dio mucha vergüenza, sobre todo cuando entreabrió un ojo y me dí cuenta de que también fingía el sueño. Así que la dejé reacomodarse en mi hombro, aunque yo ya no volvía a dormirme ni de verdad ni de mentirijillas. Apagué la música y fui sonriendo todo el resto del trayecto. Comprendí que en viaje en sí también importa.
Ejercicio del taller de escritura. Anteriores escritos aquí