Tras meses de bombardeo, aquella Nochevieja de 1999 al final no hubo ninguna hecatombe tecnológica y el Efecto 2000 se diluyó en el tiempo, quedando como anécdota en la memoria de los que vivimos aquel cambio de siglo y de milenio.
Pero en mi caso, dicho efecto ya se había manifestado unos meses antes. Asomó la cabeza en el mes de mayo prometiendo poner mi vida patas arriba y tuvo medio verano para desarrollarse, instalarse y cambiarlo todo para siempre.
16 de junio de 1999. Me dejan papá y mamá en la puerta de un polideportivo de Boadilla del Monte. No pueden entrar conmigo. Tengo 16 años y cumplo 17 dentro de poco más de un mes. No conozco a nadie de toda la gente con la que voy a pasar los próximos dos meses de mi vida.
Cruzar esa verja fue el detonante de mi Efecto 2000, mi botón rojo.
Lo que parecía que iba a ser un campamento a lo grande pronto se revela como un microcosmos que va más allá de la imagen mediática de la experiencia.
Camino de Santigo, mil recepciones institucionales, vivir en un vagón de FEVE, que te duchen los bomberos, montar por primera vez en un avión y cruzar el Atlántico, caminar más que nunca en la vida y caerme mucho, la selva, los huracanes, Panamá convertido en mi Dagobah particular, el gato volador, comer vaca ahumada, cantar todo el rato…
Hay cosas que parece que pasaron en otro mundo, en una de esas realidades paralelas de las que habla la física cuántica.
Miro las fotos y la Ruta Quetzal parece haber ocurrido en alguna otra vida.
Veinte años, como en un buen tango.