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Yo este verano lo que quiero es…

Yo este verano lo que quiero es robar un banco. Lo llevo planeando tantos veranos que ya he perdido la cuenta de la cantidad de millones que podría haber conseguido si lo hubiese puesto en marcha cada vez que lo he pensado. Además, haría tantas cosas con el dinero… Desaparecería, viajaría sin parar, escribiría por fin… Hasta tengo pensada a la compinche ideal para que me acompañe. Mañana la lío.

Mi barrio en julio y en agosto se queda vacío. Todo el mundo tiene un pueblo al que escaparse, bien al norte o bien al sur. Nunca hay pueblos al este ni al oeste, parece ser, en mi barrio al menos. Todos los vecinos desaparecen, cierran la mercería y la panadería, el kiosko y hasta se esconden los dos perros callejeros y el gato. Se apaga todo resquicio de vida si no fuera por Pili la del banco y por mí, que trabajo todo julio y todo agosto por el simple placer de caminar sola por la calle al calorcito de las aceras. Las vacaciones me las pillo en mayo o en octubre, que son los meses con las noches más mágicas del año.

La cuestión es que de este verano no pasa. Estoy harta de cruzarme cada día del estío con Pili (ella sale del metro cuando yo entro) y saludarnos con media sonrisa. Mañana la voy a parar y le voy a decir: “Oye Pili, ¿no estás harta de trabajar todo el verano ahí sola? Tienes que coger unos aburrimientos de campeonato en el banco”

-Pues tienes toda la razón hija, que encima este año estoy con el aire acondicionado estropeado y no me hacen caso en la central. Parece que ni existo.

-¿No me digas? ¡Eso es de locos! Nada, nada… Tengo la solución para que se enteren de quién eres si quieres que te la cuente.

-¡Por supuesto! A ver… Empieza…

-Yo este verano lo que quiero es robar un banco. Y mira por donde… ¡Tú trabajas en uno!

 

Texto presentado al concurso de verano de Helvéticas Escuela de Escritura

Llave de paso

Salió de la ducha completamente enrojecida, pero el vapor y el calor del agua habían logrado su efecto calmante (sedante). No quedaba ni rastro de sangre debajo de sus uñas así que sonrió y se metió en la cama desnuda, convencida de que por fin dormiría del tirón.

El insomnio había llegado con el cambio de turno en el trabajo. De siete de la tarde a dos de la mañana desde hacía cinco meses. Al principio todo iba bien y parecía que el cuerpo se había acostumbrado al nuevo horario. Después de dos semanas empezó a cruzarse cada noche en el trayecto de regreso con el mismo hombre. “Casualidades”, pensó los primeros días. “Alguien con un turno tan inhumano como yo”. Hasta que se lo encontró un día por la mañana en el supermercado y él sonrió de lejos.

Todo empezaba a ser raro. Incómodo.

Lo comentó con una de las compañeras de trabajo que llevaba más tiempo en el turno de noche. “A mí también me da mal rollo la vuelta a casa. Me pongo el llavero como si fuese un puño americano, con las llaves entre los dedos por si tengo que defenderme”, comentó. “Tengo amigas que caminan con el 112 marcado en el móvil siempre a punto de activar la llamada, con un mechero preparado o algo pesado dentro del bolso por si las moscas”, reconoció y le recomendó que cargase con una grapadora de las del despacho a modo de ladrillo.  Miedos impuestos. ¿Irracionales?

“Las calles de noche no están hechas para las mozas”, resonaba la voz de su padre. No pensaba darle la razón, pero aquel desconocido –de aspecto totalmente normal, limpio, un vecino cualquiera- seguía cruzándose y notaba que la miraba con intensidad creciente. Algunos días iba por la otra acera, otras estaba quieto en algún portal y esperaba a que ella pasase para seguirla unos cuantos metros y volver a detenerse. Durante el día también lo veía a veces, siempre de lejos. Cuando salía de trabajar ya no había transporte público y no podía pagarse un taxi cada noche, aunque empezó a coger uno si necesitaba descansar de verdad. Porque después de cruzarse con él no dormía.

Aquel jueves llevaba ya una semana seguida sin pegar ojo. Una amiga farmacéutica le había recomendado unas pastillas pero se negaba a tomarlas porque la dejaban totalmente zombie y ya había estado enganchada a esos remedios. En el trabajo le habían dado el toque unas cuantas veces porque llegaba tarde y se distraía. Esa noche se quedó dormida un rato sobre el teclado y una supervisora le dijo que no le iban a consentir ni una más.

Era el último aviso.

Así que de camino a casa, cuando enfiló la calle y lo vio parado en un portal aceleró el paso y se detuvo frente a él. No reaccionó y abrió mucho los ojos. Quieto. Ella hizo lo mismo. Mantuvo la mirada como en esos juegos en los que pierde quien parpadea primero. Un minutos, dos… Su cara decía: “Aquí estoy. ¿Algo que decirme?”. El tipo comenzó a mover la cabeza, nervioso. Aquella no era la presa que él esperaba. La apartó de un empujón, la tiró al suelo y se perdió entre las calles del barrio.

Ella se incorporó, se sacudió la ropa y retomó el camino a casa. Cuando llegó se dio una ducha bien caliente. Al salir del agua comprobó que no quedaba ni rastro de sangre debajo de sus uñas -había apretado tan fuerte las llaves en su mano durante el encuentro que se había hecho una herida importante- así que sonrió y se metió en la cama desnuda, segura de que por fin dormiría del tirón.

Luces

relatobreveHace cosa de un par de meses me comunicaron que había quedado finalista en el XII Certamen de Relato Breve «Raimundo Alonso» organizado por Solidaridad Obrera y Traficantes de Sueños. Después de tanto tiempo escribiendo p’adentro me hizo una ilusión enorme ese tercer puesto.

Acaban de publicar los cinco relatos galardonados en el Contramarcha de este mes así que comparto el mío y el enlace a la descarga del periódico aquí por si alguien quiere leerse el resto que están genial.

LUCES

Hacía poco de la inauguración del Simulador Solar y aún no habíamos ido a verlo, así que aquella mañana la excitación llenaba la casa. Por mucho que les hubiese explicado a los peques lo que era la luz real y les hubiese llenado las paredes de dibujos de soles rechonchos y amarillos no terminaban de entenderlo. Ni siquiera Paula ni Cat y eso que sólo les saco seis años. Ellas nacieron meses antes de las Nubes por lo que sus vidas han transcurrido siempre en los túneles y en casas con ventanas tapiadas. En mi familia, la única que sabe lo que es la luz del sol soy yo y lo recuerdo con la vaguedad de la infancia, con la misma nostalgia del mar.

Cuando me levanté, Paula estaba dándoles el desayuno a Iago y a Vicky que no paraban de hablar: “¿Nos quedaremos ciegos?”. “Yo no me quiero quemar”. “En clase dicen que vamos a ver colores nuevos”. “¿Será redondo como en los dibujos que nos hace Pam?”. Me quedé mirándolos apoyada en la puerta. Justo en ese momento Cat salió de la ducha y me dio un beso. “Va a ser un gran día”, susurró.

Nos preparamos bien -capuchas, gafas, manoplas- y bajamos al portal. Nuestro edificio tiene acceso directo a los túneles así que nos ahorramos la carrera que supone salir a la calle. Los niños no paraban de cantar y Cat y Paula empezaron a bailar. Tuve que unirme. Recorrimos las viejas vías saltando y el trayecto se hizo cortísimo. De los trenes subterráneos no me acuerdo. Eso se terminó incluso antes de que naciese yo.

Según nos íbamos acercando a la zona empezamos a notar calor y cierto resplandor comenzaba a asomar entre las curvas.

-¿Sabéis por qué han instalado ahí el simulador?- preguntó Iago.

-Yo sí. – dijo Vicky – Nos lo explicaron en el cole. Hicieron unas excavaciones de esas para encontrar cosas viejas y apareció un cartel que ponía: “Sol”.

Sonreímos los cinco y echamos la última carrera cogidos de la mano.

De tiempos y prisas

Al acercarse a la nevera para sacar la leche del desayuno volvió a encontrarse con aquella nota amarilla sujeta con un imán que alguien le trajo de un viaje a Estambul. “¡¡¡Llama a mamá!!!”, se podía leer. Llevaba ahí colgada una semana. Lo haría esa noche cuando volviese del trabajo. Se repetía lo mismo todos los días pero siempre terminaba regresando más tarde de lo esperado o más cansada y o ya no eran horas para llamar a su casa o no tenía ganas o simplemente se le olvidaba. “Esta noche llamo sin falta”, se dijo revolviendo el café y mirando fijamente los azulejos de la cocina. “Tengo que pegarles un buen fregao que están de grasa que dan asco. A ver si el domingo me levanto sin resaca y pongo lavadora y hago un zafarrancho general de limpieza”, meditó.

Ducha. Lavar dientes. Secar pelo. Ropa. Asomarse a la ventana. Cambiarse de ropa. Reloj. “Ya voy tarde”. Llaves. Espejo. Carpeta. Abrir puerta. Cerrarla. Calle.

Apuró el paso hacia su clase de inglés. Aquel mes había decidido caminar en vez de sacarse el abono de transporte. Quedaban tres meses para el verano y con lo que ahorrase a lo mejor podía pagarse una escapada a Madrid a ver a los amigos que tenía allí. Hacía mucho que las vacaciones se reducían a ir al pueblo y como mucho a pasar tres o cuatro días en lugares en los que disponía de sofás que ocupar con confianza. Ir caminando a clase implicaba salir media hora antes de casa y otra media hora de vuelta. Por suerte le habían cambiado el turno del intensivo e iba de 10 a 12.30 los lunes, miércoles y jueves. Esos días procuraba dejar la comida preparada la noche anterior porque tenía que comer a la una en punto para poder entrar a trabajar a las tres de la tarde. Los martes eran su única mañana libre y aprovechaba para ir a hacer la compra y otros recados, ya que viernes y sábados tenía turno de trabajo partido.

Bip bip. Un mensaje en el móvil. Era Pili. “Estoy en la pausa para el café. ¿Tomamos una esta noche cuando salgas? Juanjo tiene nocturno. He conseguido que se quede mi madre con la enana un rato más y me puedo escapar una horita”. Llevaban tres meses intentando quedar si éxito desde que a su amiga se le terminó la baja por maternidad y volvió a trabajar. No había querido pedir la reducción de jornada por miedo a que en su empresa no les sentase bien. “Ya se tomaron bastante regular que rechazase el traslado a Sevilla cuando me quedé embaraza”, le había explicado la última vez que hablaron del tema. “A ver cómo les hago entender que necesitamos a la familia cerca para cuidar de la peque”, comentaba sin lamentarse, con la frialdad absoluta de quienes aceptan la realidad tal como viene, sin cuestionarse nada más allá de la rutina diaria porque bastante tienen con seguir.

-“Claro. Salgo a las 9. ¿Avisas a Sandra? Así la sacamos un poco”- respondió pensando en su otra ex compañera de trabajo. Las habían despedido a todas a la vez hacía ya tres años en el primer ERE de su empresa, que terminó cerrando ocho meses después. Sandra era la única que seguía en el paro y había tenido que volver a vivir a casa de sus padres. Al principio se veían mucho pero después, entre los horarios de unas y otras, las temporadas de silencios, los agobios varios, las parejas, otros grupos de amigos, las rutinas personales, etc. los encuentros se habían ido reduciendo aunque seguían en contacto regular por las redes sociales.

-“Genial y que nos cuente algo del grupo ese al que se ha apuntado, que fue el otro día a la primera reunión. Te recojo a las 9”- contestó rápidamente Pili. Sandra les había comentado hacía unos días que en un curso del paro había conocido a una chica que formaba parte de un colectivo feminista y que se iba a acercar a ver qué le contaban. Sonaba genial y a ella le encantaría poder ir también, pero con sus horarios lo veía totalmente imposible.

Sonó el teléfono justo cuando llegaba al portal de la academia. Era su madre. Colgó y subió las escaleras. La llamaría esa noche. Sin falta.

Ejercicio del taller de escritura. Anteriores escritos aquí

Microficciones 3: Amor

gemelinas

Salí de la cama con cuidado de no hacer ruido y así evitar despertarle. Busqué a tientas las bragas por el suelo y me puse su camiseta porque la encontré antes que la mía. Cogí el móvil de la mesita, salí de puntillas y cerré suavemente la puerta. Quería ese primer rato de la mañana para mí sola.

El sol que entraba por la ventana de la cocina -totalmente empapada de rocío- dibujaba mini arcoiris sobre los azulejos. Calenté el café y me hice un par de tostadas. Con todo preparado le escribí a Asun. Tenía que ser la primera en saberlo.

-Nena, nos mudamos juntos, lo decidimos anoche.
-¡Ya era hora! – respondió casi al instante y sonó el teléfono. Odia escribir. Prefiere hablar un rato.
-Yo estoy camino del curro tía, pero a ver cuál es tu excusa para estar despierta un sábado tan temprano después de la nochecita de celebración que os habréis pegado – me dijo en tono de bronca y de coña a la vez.
-Quería estar sola un rato y contártelo antes de que se despierte – contesté.
-Pues a partir de ahora lo de estar sola se te terminó, morena – y se rió a carcajadas.
-Nada de eso, que lo tenemos más que hablado. Cada uno su espacio. Cero dependencias enfermizas. Ese bicho está bien muerto – confesé.
-¡Genial entonces! Pero sabes que no te creo mucho. ¿Me lo cuentas esta noche con una caña? Que llego tarde.
-Vale guapi. ¡Buen sábado! ¿Has echado la primi?
-Joder no, a la hora de comer saco dos minutos. ¿Eso se lo has contado? – la pregunta sonó pícara pero seria y la verdad es que nunca me había planteado la necesidad de explicarle a Ricardo para qué echaba cada semana la lotería con Asun.
-No. No necesita saber tanto de mi vida, jajaja. Te quiero más a ti.
-Jajajaja, ¡perra! Vale. Hasta la noche. Disfruta.

Colgamos y le pegué un bocado al pan con mantequilla. Revolví el café y me quedé riéndome sola de la cara que pondría Ricardo cuando le explicase que si algún día me tocaba la primitiva el dinero sería para comprarme una casa en el norte a la que retirarme de viejecita con Asun. Llevábamos echándola todas las semanas desde que nos conocíamos, hacía ya diez años.

Tendría que explicarle que no es el único amor de mi vida.

Asomó la cabeza por la puerta de la cocina justo en ese momento, frotándose los ojos como un niño pequeño y con el pelo totalmente revuelto.

-¿De qué te ríes? Vuelve a la cama un rato, anda – dijo en tono meloso y tendiéndome una mano.
-Vale, voy, pero después recuérdame que tengo que explicarte una cosa sobre la lotería.

Ejercicio del taller de escritura. Anteriores escritos aquí