«Cada tendal cuenta una historia», pensó tras pasar la primera parte del portal y llegar al patio interior. ¡Cómo le gustaban las corralas! ¡Cuántos secretos contaban a gritos también esos balcones! Y las persianas a medio bajar (o subir), alguna cortina abierta con total premeditación y ganas de exhibicionismo, el escobón reposando en una esquina, ese par de macetas secas o aquellas otras en plena explosión, los barrotes grises oxidados…
Pero no estaba la mañana para detenerse en ventanas, que la ropa secándose al sol desde el primero hasta a la azotea exigía su atención. El sol de febrero aún no picaba pero ya calentaba algo, empezaba a querer jugar en plan perezoso, como remoloneando un domingo entre las sábanas. Despierto y con medio ojo abierto pero sin querer salir de la comodidad mullida y calentita de la cama después de una noche intensa de cervezas, baile, risas, besos, sudor, cuellos, manos, jadeos, mordiscos… Cuerpos remoloneando por la mañana entre las sábanas. «Los domingos sólo deberían contar como día cuando hay plan para engañarlos: o vermú o sexo», se dijo y volvió a mirar hacia los tendales.
Olía a Lisboa. ¡Menuda mierda! Acordarse de Lisboa justo en ese momento no venía a cuento. No tocaba. ¡A ver quién le dice nada a los recuerdos y más aún si los ha despertado un olor! Solía presumir de tener memoria fotográfica, de pensar en imágenes, de no olvidar una cara. Pero lo que realmente le provocaba auténticas regresiones eran los olores y aquella ropa limpia y húmeda tan fresca y reciente la había transportado a una calleja del Bairro Alto. Cuatro inviernos atrás. Primer momento de felicidad reconocible compartido. Risas, manos, bocas. Una promesa: atreverse. Después sólo hizo falta volver y empezar. Jugar mucho. Tejer juntas hasta que dejaron de hacerlo.
Apartó las imágenes de aquel viaje y otras que comenzaban a agolparse con la intención de llevarla hasta las escaleras, subir y abrir la puerta y encontrarla sentada al ordenador escribiendo con los cascos puestos. Entró despacito para que no se diese cuenta de su presencia, se quedó un rato en el quicio de la puerta disfrutando del movimiento rápido de los dos dedos con los que escribía sobre el teclado, de su cuello despejado con la coleta alta despeinada, de las piernas dobladas sobre la silla -nunca había entendido cómo podía estar cómoda así sentada- y de la cabeza balanceándose hacia los lados sin parar, al ritmo de la música o de las palabras que salían o se quedaban dentro. Se acercó y le quitó los auriculares y le sujetó los hombros para que no pudiese revolverse y la escuchase. «Shuuuu… Déjame hablar primero. No quiero irme. ¿Tal vez un último intento?». Uno más… ¿El penúltimo?
Clínclinclín.
El ruido de las llaves contra el suelo la sacó del sueño de golpe. Se pinchó la nubecita confortable en la que estaba. Llevaba un rato jugando con ellas en la mano, lanzándolas al aire y haciéndolas girar. Pero no se había movido ni un centímetro. Ahí seguía en mitad del patio mirando hacia arriba. 2º izquierda. Se acercó al buzón, lo abrió y dejó caer dentro el último portazo.
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