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De vegetaciones y ritmos

He salido a dar una vuelta a ver cómo estaba el mundo.

Llevaba toda la semana yendo de casa a la tienda, sin más horizonte, y me daba la sensación de cierta pérdida de perspectiva. No me equivocaba. La gente no se porta por ahí como se porta en mi lugar de trabajo así que, tras un paseín de media hora más o menos, de haber entrado en varios comercios, de cruzar algunas terrazas, bares, la playa y de meterme de lleno voluntariamente por primera vez en todo el bullicio sin más objetivo que el merodeo, puedo decir que en esta primera semana de Fase3 la ciudad es la misma, aunque enmascarada. La sensación esta tarde lluviosa de junio ha sido de vuelta a finales de febrero, de gente haciendo ‘lo de siempre’, envueltos en una bruma suave de gel hidroalcohólico.

Iba con la intención de comprar un bañador pero me dio perezón máximo el proceso de desvestirme para finalmente corroborar que no me gusta nada y que mejor tirar con las cosas viejas que tengo que, al menos, me hacen sentirme segura. También me ha dado apuro por las chicas de los probadores, limpiando tras cada uso, separando la ropa para ponerla en cuarentena o esterilizarla de nuevo antes de sacarla a venta. Que digo yo que tienen que vender y para ello es casi imprescindible que nos probemos la ropa, pero hay cosas que aún no me dan tranquilidad. La ciudad estará en Fase3 pero aquí ya decidimos hace tiempo que vamos un par de semanas más atrás. A nuestro ritmo.

Al final me compré (sin probarla) una camisina blanca muy parecida a una que tenía cuando estudiaba en Salamanca (la seguridad de lo conocido). Y flores. Compré una ramo para poner en un jarrón que me traje de Llanes y que llevaba una semana en mi habitación, mirándome desafiante. ¿Qué sentido tiene tener semejante objeto si lo mantienes vacío?

De vuelta a casa he visto un mensaje de Helena que, en su primera incursión hoy al centro de Oviedo, se había comprado varios libros, entre ellos el de Mrs. Dalloway de la Woolf. ¿Coincidencias florales? ¡Me encanta!

En el último mes (hace justo cuatro semanas que me reincorporé al trabajo) he comprado también media docena de plantas nuevas y me he traído una buganvilla y un helecho bonsái de los de mi padre.

Venga lo que venga, no me va a pillar sin mi propia jungla.

Ni sin más lápices de colores (que también compré hoy una caja nueva).

El Efecto 2000

Tras meses de bombardeo, aquella Nochevieja de 1999 al final no hubo ninguna hecatombe tecnológica y el Efecto 2000 se diluyó en el tiempo, quedando como anécdota en la memoria de los que vivimos aquel cambio de siglo y de milenio.

Pero en mi caso, dicho efecto ya se había manifestado unos meses antes. Asomó la cabeza en el mes de mayo prometiendo poner mi vida patas arriba y tuvo medio verano para desarrollarse, instalarse y cambiarlo todo para siempre.

16 de junio de 1999. Me dejan papá y mamá en la puerta de un polideportivo de Boadilla del Monte. No pueden entrar conmigo. Tengo 16 años y cumplo 17 dentro de poco más de un mes. No conozco a nadie de toda la gente con la que voy a pasar los próximos dos meses de mi vida.

Cruzar esa verja fue el detonante de mi Efecto 2000, mi botón rojo.

Lo que parecía que iba a ser un campamento a lo grande pronto se revela como un microcosmos que va más allá de la imagen mediática de la experiencia.

Camino de Santigo, mil recepciones institucionales, vivir en un vagón de FEVE, que te duchen los bomberos, montar por primera vez en un avión y cruzar el Atlántico, caminar más que nunca en la vida y caerme mucho, la selva, los huracanes, Panamá convertido en mi Dagobah particular, el gato volador, comer vaca ahumada, cantar todo el rato…

Hay cosas que parece que pasaron en otro mundo, en una de esas realidades paralelas de las que habla la física cuántica.

Miro las fotos y la Ruta Quetzal parece haber ocurrido en alguna otra vida.

Veinte años, como en un buen tango.

Días de nada

¿Por qué nos cuesta tanto parar?

Arranco este fin de semana mis vacaciones de invierno. Siempre me guardo unos días para después de las Navidades que son totalmente necesarios para recuperarme de la vorágine en la que vivo entre octubre y mitad de enero. Este año se suma que no había gastado otra semana que suelo cogerme en septiembre, así que se abren ante mí veinte terroríficos días de «nada».

El entrecomillado viene porque no es verdad que no vaya a hacer «nada» pero mi cerebro se empeña en darme la brasa con lo vacía de mi existencia en cuanto tiene espacio libre de preocupaciones laborales rutinarias: «No escribes, no estudias, no actualizas el blog, no lees ni la mitad de los libros que tienes, no haces deporte, no adelgazas, no buscas otro curro…».

Bla, bla, bla…

Las mil vocecitas que suelen estar adormiladas aprovechan estos momentos de parón para coger los megáfonos y ponerse a gritar en tropel. Asoman la patita el resto del año los domingos y es fácil acallarlas con el vermú, pero esta solución no  es válida para un periodo tan largo (¿o sí?). Así que hago listas de lo que quiero hacer en vacaciones y después me agobio porque no cumplo ni la mitad.

«Eres como un ama de casa estadounidense de los años 50», se ha empeñado en decirme hoy mi traicionera recua de neuronas. Que luego una es un ser racional y sabe que no es verdad, pero ponte tú a discutir con tu propia cabezota y a añadir una vocecilla más al concierto estridente que tienes montado.

Entonces decides que lo mejor es dejarse llevar, echar una lagrimona en el sofá, preparar un café, divagar con Isma sobre la importancia del Desfiladero de los Muertos en el libro del Retorno del Rey mientras tiendes la ropa y elegir dónde vamos a salir a comer hoy.

Porque es domingo, estoy de vacaciones hasta mitad de febrero y voy a sacar la escopeta para darle bien a los pájaros de mi cabeza… ¡Como Betty Draper!

 

 

Un nudo y una sonrisa

Son las 08.45 y entro a trabajar a las 09.30 pero tengo un runrún dentro desde ayer que hay que dejar salir de alguna manera y ya que una tiene un medio digital, habrá que aprovecharlo. Sé que a Eva no le va a importar que use nuestro Diario para un desahogo como éste.

En la tarde del viernes me puse a cribar los 70 mails que teníamos sin revisar para sacar algo de cara al fin de semana. Casi todo notas de prensa institucionales, algo de publi, la alegría de nuestros colaboradores semanales… Y de pronto, una convocatoria del alcalde de Ribadedeva (sí, algunos escriben ellos mismos a la prensa) para una ofrenda floral que se realizará hoy en Colombres.

Y entonces… BUM. El nudo.

Agujero de gusano en el tiempo y el espacio y viaje a 1998. Llanes. Ocho de la mañana. Primera hora de clase. Primero de Bachillerato. Creo que estábamos en lengua con Luján y los de Colombres no habían llegado. En mi clase faltaba Sofía. Qué raro… Nos mandaron para casa. 1998. Ni internet, ni redes sociales ni la rapidez informativa de hoy en día así que fue todo a cuentagotas.

Diego. Valentín. Fernando. Sofía. Adela. Verónica. María.

Y los heridos… Y el vacío de aquellos días.

BUM. El nudo.

Cierro el mail de Colombres, publico la convocatoria y estoy en Gijón. Son las 19.30 del viernes. 2018.

Me levanto hoy y lo único que tengo en la cabeza es una excursión a esquiar al Alto Campoo, aunque algunas más que bajar laderas lo que hicimos fue comer más nieve que otra cosa. De ese viaje tengo una foto que es la que hoy se me fija en la memoria y me hace sonreír a pesar del nudo: Valentín comiendo un bocata en el suelo del aparcamiento partiéndose de risa con Ceci (saludos a China si sigues por allí).

Así que me voy a trabajar y a sonreír y a poner muchas flores desde la distancia hoy en Colombres. Porque los recuerdos se lo merecen.

Publicado en el Diario del Oriente

Operación bikini

Hace tiempo que una está reconciliada con su cuerpo (grande), con sus dimensiones, con los pelos (que cuanto más te olvidas de ellos más invisibles se vuelven) y con los cánones de belleza y estereotipos de género impuestos socioculturalmente.

Pero eso no quita que controle mucho lo que como porque la mayoría de las veces lo hago por ansiedad y no por necesidad; o que haya cambiado algo mi forma de comer en los últimos meses (menos pan, algo de proteína al desayuno, más fruta…) por el tema de los riesgos de hipertensión, diabetes y el mirar a largo plazo… Todo sin renunciar a las cañas, salir habitualmente a cenar o comer fuera y no saltarme el postre… Las comidas que te abrazan por dentro son lo mejor para la salud mental.

A lo que voy… Todo esto viene porque esta semana me han hecho análisis. Llevaba tres años sin pasar por el médico y una va teniendo una edad en la que te dicen que no puedes hacerle la puesta a punto más veces al coche que a tu cuerpo serrano.

Conclusión:  estoy gorda y al próximo que me diga que debería adelgazar por salud le voy a estampar en la cara los resultados de estos análisis. Me los han dado hoy y me ha dicho mi médico que son «de libro». Vamos, que lo tengo todo (papi) pa enmarcar.

Y como está ahí el verano os cuento mi operación bikini particular:

Imagen de Anna N. Kjellgren